Lo más sencillo y recomendable es tener un testamento -independientemente de la cantidad de bienes que poseamos- en el cual otorguemos a una persona designada la autoridad legal para administrar nuestros bienes al momento de nuestro fallecimiento, como executor o trustee, de modo que pueda comenzar sus actividades inmediatamente luego nuestro deceso. Aunque exista una designación expresa, siempre cabe la posibilidad de que el testamento deba ser validado en la Corte para certificar que la persona designada será en efecto el executor o trustee o bien si debe nombrarse un sustito, dependiendo del caso.
En supuestos de ausencia de testamento que designe a un executor o trustee, la Ley establece el orden de prioridad de las personas que pueden aplicar ante la Corte para que sean designados como executor o trustee. El inconveniente es que este proceso judicial puede tardar mucho (incluso meses, dependiendo de la Corte en la que se haya que aplicar) e implica potenciales problemas (casos en donde múltiples personas quieran aplicar como executor o trustee, desacuerdo de hijos y familiares, etc.).
Por estas razones la designación testamentaria es siempre lo más recomendable y eficiente en términos de costo-beneficio, además de evitar aspectos familiares complicados.
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